ESCRITO POR ALBERT TOLA [profesor de la Escuela de Cábala]
Mi nombre es Bruno, hace poco cumplí diecisiete años y creo que me he perdido. Lo de saber qué dicen los pájaros cuando cantan es cosa de mi padre. Por las tardes, siempre me llevaba al bosque. Andábamos por entre los matojos y encontrábamos el regalo que él invariablemente dejaba entre los árboles. El procedimiento siempre era el mismo. Previamente, papá dice que va a hacer un recado al pueblo y se adentra en el bosque a esconder un regalo. Una vez ahí, tengo que adivinar donde los duendes, que son los colaboradores de los pájaros, han escondido el regalo; los pájaros son mis aliados. Pero hay una condición: Tengo que esforzarme para entender sus indicaciones. Oír lo invisible. Atender a lo no dicho. Traducir su trinar…
Papá me ayuda en esto. Supongo que le parece un propósito alto e iniciático. «Más a la izquierda», dice. «Detrás del matorral». «Mira a los pies de ese árbol». Me anima: «Tienes que esforzarte un poco más. Ya casi los entiendes.» Sabía que se trataba de un secreto que me iba a nutrir cuando fuera mayor –siempre. No podía confesarle a nadie que lo conocía. A la vez, yo sabía que no me iba a abandonar nunca. Poco a poco, empecé a creer que, por ser inventado, un conocimiento no dejaba de ser tal…

Algunas noches, descubría a mi padre sentado en su butaca del despacho, con las luces apagadas, escuchando un disco con cantos de aves, mientras fumaba lentamente. Él fue quién me inculcó pacientemente el amor por traducir a los pájaros. Y yo soy feliz, porque creo que entiendo a los pájaros. Creo que, si me concentro lo bastante, puede haber un sentido detrás de lo que imagino. Me entreno en captar lo invisible. Creo que imaginar es escuchar.
Se trata de una tarde clara de setiembre. Papá ha ido a trabajar a la ciudad. Mamá y yo nos hemos quedado unas semanas en la casa del pueblo para apurar las vacaciones. Mamá duerme la siesta, cuando me escapo de casa para demostrarle a papá que entiendo el idioma de los pájaros. O al menos lo bastante como para encontrar algún regalito que me hayan dejado los duendes debajo de un matojo, o en medio de un campo de trigo. Afino el oído. Nada –el problema de los errores de traducción no son las palabras que no conoces, sino las que crees conocer.
Entonces, me adentro en el lado más frondoso del bosque. Los pies de los grandes árboles están cubiertos de helechos. Un olor fresco y verde me embriaga. Por encima de mi cabeza, los pájaros me dan indicaciones. Obsesivos, no cesan en su empeño. Todo lo que dicen parece muy urgente. Empiezo a tener calor y a sudar: Camino y camino y atiendo a esas indicaciones livianas que caen de las copas de los árboles. Vuelvo atrás y adelante, creo encontrar el tesoro ahora dentro del hueco de un árbol, ahora debajo de una piedra: Lo que encuentro son gusanos. Y los pájaros van locos, porque trinan sin parar. De tanto cantar, igual se me cae uno en la cabeza. Pero los pájaros son tan insaciables como yo. Sí, vamos a encontrar juntos el regalo, lo vamos a hacer. Pero estoy cansado, y cada vez entiendo menos lo que dicen los pájaros. Una segunda voz, la mía, duda, interfiere en la traducción. Me distrae. Aun así, está bien. Decido escuchar de nuevo. Pongo atención. Sólo entiendo que quieren ayudarme. No entiendo por qué es importante que los escuche y que intente entenderles. Tampoco sé si los volveré a entender algún otro día, como cuando venía con mi padre al bosque…
No sé cuántas horas paso dando vueltas por ahí. Veo un claro y me siento un poco al sol… tengo la camiseta empapada y hace frío –de esto, me doy cuenta ahora… no entonces. Miro a mi alrededor. El sol se esparce entre los helechos como una piel manchada y enferma. Cientos de árboles impiden que reconstruya el camino de regreso.
Lo tengo que admitir… sin papá no puedo encontrar el regalo. Me he perdido. Suerte que este cosquilleo en la cara es tan agradable… Cuando alzo la vista, veo una mancha azul entre lo verde. Por encima pasan, lentas, unas nubes. Y los pájaros siguen trinando. ¿Jamás se van a detener? Me da igual si los entiendo o no. También me da igual si las paredes del centro parecen más blancas que nunca.
En el reflejo de la pantalla del ordenador, veo a un joven triste que no quiere estar en esta habitación. Me saco el encendedor del bolsillo. He tenido que quemar los matojos del camino para llegar hasta aquí.
©Albert Tola
Profesor del curso Cábala y escritura: el camino hacia la Tiféret
Cábala y escritura: el camino hacia Tiféret
Este taller teórico-práctico nos ofrece herramientas meditativas de autoconocimiento a través de la palabra. El objetivo es contactar por escrito con las imágenes del inconsciente y atender los estados que provocan.